La sombra del mercado






Desde el mismo momento en que nacemos y nuestra esencia es envuelta en un amasijo de carne, sangre y entrañas, vivimos condenados a la soledad. Existimos aislados de los demás, alejados del mundo que nos rodea y de la misma forma que el suelo árido siente sed por la lluvia, nosotros sentimos la necesidad por encontrar esa chispa, esa corriente eléctrica que se genera al entrar en contacto con la piel desnuda. Aunque en verdad ese deseo es solo la superficie,  la cúspide visible de un iceberg mucho más profundo y visceral. Lo que en realidad deseamos no es el cuerpo, sino lo intangible. Deseamos recuperar esa unión de la que una vez fuimos parte, pero que perdimos en el mismo momento que abrimos los ojos a este mundo y comenzamos a respirar.

Yo quise huir de esas cadenas, quise cortar la carne para librarme del yugo de la soledad, ese silencio tan profundo que ni las palabras, ni la música consiguen llenar. Sin embargo a pesar de que logré deshacerme de la carne, algo no salió del todo bien, no pude liberarme de los grilletes. Mi cuerpo se disolvió, se volvió intangible, quizás de la misma forma que lo es nuestra esencia, salvo que el mío está hecho de una sustancia oscura que solo toma forma cuando la luz lo refleja. En realidad mi cuerpo no ha cambiado tanto: tengo un total de veinte dedos, repartidos de cinco en cinco entre manos y pies, tengo cuatro extremidades, dos arriba y dos abajo, tengo cabeza, pies… La única diferencia entre tu cuerpo y el mío es el tacto: por ejemplo, si tú pasaras la mano por la superficie de la cabeza sentirías el tacto rugoso y aterciopelado del cabello, sin embargo lo que yo sentiría sería lo mismo que una siente al acariciar una nube, nada. No puedo caminar erguida, por lo que me muevo sobre la piel de las paredes y el suelo. Me deslizo sigilosa, aunque en realidad desearía hacer el mayor estruendo posible para que todos notaran mi presencia. Ojalá mis pasos resonaran igual que el estruendo que provocan los rayos al estrellarse contra el suelo durante la tormenta.

Me gusta frecuentar lugares de paso, lugares abarrotados de personas que vienen y van sin cesar, como el metro o las estaciones de autobuses, pero mi lugar favorito sin lugar a dudas es el mercado. Ese lugar inmenso lleno de plantas, cada una con un propósito distinto, allí, en sus tripas, me quedo parada durante horas, a veces días enteros, observando a la gente: madres que regañan a sus hijos por alejarse más de la cuenta, ancianos que buscan un lugar donde descansar los huesos, trabajadores que corren de aquí para allá como ratoncitos enjaulados en un reloj de arena. Todas esas personas dibujan sin darse cuenta una silueta en el suelo: la luz incide sobre ellos y convierte su cuerpo en una versión simplificada de ellos mismos, casi parece que esas siluetas sean el reflejo de la esencia que existe atrapada bajo nuestra carne. Al verlas tan parecidas a mí, me pregunto si en verdad yo alguna vez tuve un cuerpo humano o si solo estuve pegada a uno. Quizás yo sea la esencia de una persona que ya no tiene cuerpo, puede que yo sea algo parecido a un fantasma, sí, quizás eso sea todo lo que yo soy: un fantasma abandonado en el mercado.

La noche es mi único refugio, el sol cae del cielo hasta desaparecer en la línea del horizonte dibujada por el contorno de los edificios y las montañas. La ausencia de luz sirve como recordatorio a todas las personas para que vuelvan a sus hogares y sueñen, porque ese es el único momento del día en el que en realidad son libres. Yo aprovecho el silencio para caminar por la calle, me muevo sin prisa alejándome del exceso de farolas, semáforos y carteles luminosos que ahogan la ciudad. Camino hasta el rincón más apartado que puedo, algún lugar perdido en plena M40, donde no haya ni pizca de luz artificial, donde las estrellas y la luna sean las únicas protagonistas. Allí me tumbo en el asfalto y me estiro todo lo que puedo, ese es el único momento en el que me siento completa, útil, feliz. Mi cuerpo se desvanece, sus fronteras delimitadas por las manos del sol se difuminan hasta volverse tan reales como lo es un sueño y yo me fundo con la oscuridad y me extiendo desde la tierra hasta el cielo. Durante unas horas, no existe el yo, no existe la individualidad, durante las horas que dura la noche me siento igual que la gota de lluvia que pasa a formar parte de la inmensidad del mar. Los problemas que surgen por los grilletes de la carne se esfuman, no hay miedo, hambre o angustia, la soledad no existe más allá de un conjunto de sílabas que forman una palabra cuyo significado se ha perdido. Dentro de este mar de oscuridad y silencio solo hay espacio para ese sentimiento cálido que todos una vez experimentamos antes de existir en el vientre de nuestra madre y que olvidamos a los pocos segundos de comenzar a respirar por cuenta propia. Es una lástima que este paraíso de sombras solo dure lo que dura una noche, a penas un puñado de horas. Después saldrá el sol y mi cuerpo oscuro e intangible volverá a tomar forma y todo volverá a empezar de nuevo. El tiempo es una espiral, gira y seguirá girando hasta que algún día vuelva a encontrarse con su centro. Mientras yo seguiré frecuentando los pasillos del mercado durante el día y el asfalto de la carretera en la noche, esperando el momento en el que mi cuerpo se disuelva para no volverse a formar jamás. El momento en el que mi yo pase a formar parte de ese espacio que envuelve a las estrellas .

Comentarios

Entradas populares