Chop Suey




Hay pocos momentos verdaderamente trascendentales en la vida, los encuentras a cuentagotas y rara vez suelen llevarte al destino que esperas. Son giros ladinos, igual de mentirosos que ese espejo que tienes colgado de la pared del baño: te engañan mostrándote una imagen familiar, una silueta que puedas considerar como tuya, pero solo lo hacen para que bajes la guardia, porque si te fijas bien en los pequeños detalles descubrirás que esa imagen que te muestran no es tu reflejo, sino una fotografía desenfocada, una pintura surrealista que se despega de la realidad que tú tan desesperadamente estás buscando.

Es temprano por la mañana y tú te has despertado mucho antes de que suene el despertador, antes incluso de que lo haga el sol. Estás agobiada por encontrar un trabajo mínimamente relacionado con el título de tu carrera, una odisea que das por hecho te llevará más tiempo que los años que tardó Ulises en volver a Ítaca. Y sin embargo, horas más tarde, sucede lo imposible: durante una comida con tu mejor amiga, ella te cuenta una historia, una que parece salida de la psique retorcida de Lovecraft; resulta que la tía por parte de madre de una amiga suya trabaja en una empresa, una a la que ya le habías echado el ojo meses atrás, pero sin pizca de suerte. Resulta que esa empresa acaba de abrir la veda para encontrar un perfil similar al tuyo y, por si no fuera poco, tu amiga te ofrece la posibilidad de pasarle tu currículum a su contacto y que este lo mande directamente a la jefa de sección. Sientes un cosquilleo erizándote la piel, sabes que acabas de encontrar a tu Moisés particular, el mesías que te abrirá un camino seguro a través del océano que te separa de la tierra prometida. Es ahí, justo en ese momento, cuando lo piensas: 

Aquí está, este es el momento que me cambiará la vida. 


*   *   * 


Es tarde, las luces de las sirenas han cubierto la fachada blanca de tu edificio de un color añil, fundiendo su cuerpo con el cielo embadurnado de tonos cálidos: la despedida cariñosa del sol a un día que muere, un día que jamás volverá. Dentro del edificio, justo en la tercera planta, los técnicos de la ambulancia empujan una camilla cubierta con una tela dorada de textura rugosa. La tela cae por los lados dibujando el contorno de un cuerpo humano. Alrededor de la camilla hay un pasillo de cabezas humanas, todas ellas con restos de miedo y esperanza en los ojos. La muerte igual que todas las fuerzas en este mundo tiene su antagonista, Ella trae consigo la esperanza, esa sensación cálida en el pecho, el sentimiento de alivio al descubrir que sigues respirando un día más. Ese mismo fuego que ya no te quema por dentro. El pasillo de la tercera planta es corto, el recorrido que tiene la camilla para llegar al ascensor es de a penas treinta segundos, pero a ti el fluir del tiempo te pesa: todo a tu alrededor está ahogado en una burbuja atemporal, un agujero negro que distorsiona la realidad alrededor de su boca.

¿Adónde vas?, le preguntas al cadáver. De aquí a la morgue, responde, y luego al abrazo húmedo de la tierra o al calor de las llamas del incinerador. Sin embargo, esa respuesta te parece incompleta, no sacia tus dudas, todo lo contrario, convierte una pregunta en otra: ¿Y después qué, qué sucederá con tu cuerpo? El cadáver responde que quizás este se esparza igual que las cenizas, en pequeños fragmentos que se fundirán con la naturaleza que les rodea o puede que se convierta en alimento para las bocas de los gusanos y los dientes retorcidos de los árboles, para que su muerte se convierta en el fertilizante de la nueva vida. Esa respuesta aunque sincera, te sigue siendo insuficiente y un nuevo interrogante nace a partir de sus últimos ecos: ¿Y qué hay de mí? ¿A dónde iré?, preguntas, es ahí cuando notas el silencio, ese escalofrío que te recorre la columna al sentir los dientes de ese vacío acariciándote la nuca.


*   *   *


La suerte, esa sustancia intangible que convierte los sueños en realidad, es más preciada que el oro o los diamantes y resulta imposible retenerla en las manos: es efímera, a los pocos segundos se convierte en humo y desaparece entre los dedos. Tú te conformarías con una gota, una sola te bastaría para que la entrevista de trabajo que has conseguido gracias a tu amiga sea un éxito. Una sola gota daría el giro que necesita tu vida para que tome el rumbo deseado. Sin embargo, durante un segundo sientes el vértigo del fracaso, temes haberla gastado toda con ese golpe fortuito que te ha llevado hasta este momento, así que te dispones a atraparla, igual que haría un cazador de sueños con una pesadilla. Tienes preparada la red y el anzuelo, tu arma más eficaz, una pulsera de plata brillante que termina en la figura de un pequeño angelito regalo de tu madre. El  ángel de las cuatro esquinitas, como tú le llamas, siempre ha cumplido en momentos de necesidad: te ayudó a pasar por el instituto sin demasiados problemas, te regaló la entereza suficiente para estudiar y alcanzar la nota de corte en selectividad, te dio seguridad durante tu primera cita y confianza en tu primer beso. Y ahora se dispone a ayudarte a cumplir un sueño. Gracias mamá, dices en voz alta para que pueda escucharte donde quiera que esté.

Cierra los ojos y escucha, ese sonido de baja frecuencia es tu corazón latiendo por detrás de las costillas. Siente su cosquilleo al rozar el esternón y las vibraciones que se extienden por el pecho y los brazos, hasta llegar a la yema de los dedos. Cuentas los latidos: veintisiete, cuarenta y nueve, setenta y siete… En un minuto llegas a contar noventa y tres latidos, noventa y tres descargas que han recorrido todo tu cuerpo, dejando como último recuerdo un tibio hormigueo en la palma de tus manos. Los latidos se disparan a ciento uno en el momento que escuchas tu nombre en voz alta: una mujer de mediana edad y bien vestida te llama desde la puerta de la sala de espera. Quiere que la sigas hasta su despacho.


*   *   *


El cielo abre su boca, entre los tonos cálidos, aparece una brecha fría, una cuchilla violeta que desgarra la cortina de colores ocres y los convierte en algo gélido: una ventisca azulada en el corazón y amoratada en sus extremidades. Abajo, en el patio de tu edificio, pegada al borde de la piscina, puedes verle los dientes al cielo: son como diminutas gotas de luz, tan brillantes y tan inalcanzables, que piensas que su esmalte podría estar hecho de los sueños no cumplidos de todas las personas que una vez vivieron aquí. Estos han quedado colgados en el cielo como el recuerdo de lo imposible.

El sonido metálico y chirriante de la camilla empujada por los técnicos llama tu atención. Hay algo en esos chicos, sus ojos serios y su cara inexpresiva difiere mucho de los rostros que has visto en tus vecinos, los que aún se asoman a las ventanas para continuar viendo el espectáculo a pesar de que les horroriza ver a la Inevitable tan de cerca. Los dos técnicos no sienten esa curiosidad morbosa o ese miedo innato por el gran vacío, sus almas están encallecidas por la continua exposición a personas moribundas y a cadáveres, han visto morir personas de todas las edades, sexos y colores. Al final nadie se salva. Esos dos chicos la han mirado a los ojos tantas veces, que para ellos la Inevitable es una compañera más de trabajo.    

Un sonido dulce empaña el cielo, escuchas un ruido similar al crepitar del fuego, una caricia suave al oído que te hace recordar tiempos más amables, como cuando te sentabas en el sofá del salón, mientras mamá ayudaba a la abuela a encender la chimenea. La sensación de estar arropada por la familia, el baile de las llamas que calentaba toda la casa en invierno, la inmortalidad que te regala la infancia; el pensamiento de que la vida se va a mantener estática, congelada en ese momento, que los cambios jamás van a alterar la composición de tu diminuto ecosistema. Envejecer y la muerte solo son cuentos de hadas para ti. En la piel del fuego ves todos los recuerdos que aún están por venir: la graduación del instituto y la universidad, tu primer beso, tu primera ruptura, la desaparición de tu madre y, después, de tu abuela, la casa del pueblo, la misma casa en la que ahora estás sentada, y todas las experiencias y emociones que impregnasteis en sus huesos vendida a unos extraños… Dejas que todos esos recuerdos ardan, están mejor en las cenizas de la leña que en el celuloide de tu memoria.

El crepitar del fuego desemboca en fogonazos, unos destellos de luz efímeros que arden con intensidad segundos antes de desvanecerse en el aire. Levantas la cabeza hacia el techo frío y violeta, el cielo está perdiendo sus dientes, se desprenden de sus encías y se desintegran al entrar en contacto con la atmósfera del mundo. La luz que producen tiene colores diferentes dependiendo de si el diente es una muela, un colmillo o un incisivo. Los colores son hermosos e inexplicables, igual que la sensación que sentiste al mirar tu cara por primera vez en el espejo. Sus explosiones te hacen sonreír, son más espectaculares que los fuegos artificiales en fin de año. La boca te duele al sonreír, tus músculos están fríos, hacía tiempo que no los usabas.


*   *   *


Sus ojos son de un azul imperfecto: el iris está moteado con diminutas manchas verdes y profundas, tan profundas que eres incapaz de ver el fondo en ellas. Una sima abisal en la que solo encontrarás oscuridad y silencio. La mujer se presenta con una sonrisa, se llama Marta, te pide que te sientes y te relajes, aunque tanto tú como ella sabéis que se trata solo de una pregunta de cortesía. Es imposible que tu corazón se baje de las ciento un pulsaciones, al menos, mientras dure la entrevista. Intentas disimular los nervios contestando cada pregunta de la forma más breve posible. Te flagelas a ti misma cuando bajas la mirada durante alguna pregunta difícil, el lenguaje no verbal es muy importante para causar una buena primera impresión y bajar la mirada es muestra de debilidad, de duda. Aprietas las uñas contra la carne de forma disimulada, el dolor te recuerda el porqué estás luchando y el porqué no puedes permitirte perder esta oportunidad. 

La entrevista a penas se alarga media hora, pero tú has sentido el golpe de cada minuto como una tormenta en pleno invierno. Marta te acompaña hasta la puerta y se despide con una sonrisa y un fuerte apretón de manos, eso te da seguridad, aunque esas manchas oscuras y profundas de su mirada te desconciertan. Un pensamiento cálido acaricia tus nervios hasta apagarlos, estás segura de que todo lo que ha sucedido, ha sucedido por una razón: el encuentro con tu amiga, su conexión fortuita con la empresa, la aparición de una oportunidad para conseguir el trabajo que tanto deseabas… Cada uno de estos argumentos es una pieza más que forma el puzzle de tu destino y al mirarlo de lejos comprendes que todo el sufrimiento y sacrificio te ha llevado hasta este mismo momento. Ves los hilos sobre tu cabeza, las guías que han movido tu cuerpo sin consentimiento alguno, pero no te importa siempre y cuando este sea tu final de trayecto. 

Acaricias el ángel plateado que cuelga de tu muñeca y sonríes dando las gracias arriba, al cielo, a quien pueda oírte. Tumbada sobre la cama, los días pasan ligeros y etéreos como la sustancia que da forma al cuerpo de una nube. Recuerdas las palabras de Marta: Te llamaremos la semana que viene sin falta, estás a jueves y aún no has recibido esa llamada, pero te escudas en tu buen presentimiento y en el puzzle de tu destino. El puesto es tuyo, el que tarden en confirmártelo es la prueba de ello: quiere decir que están dando la mala noticia a todas las demás personas que pasaron por el despacho de Marta y no lo consiguieron. Solo tienes que esperar y así lo haces: un jueves se convierte en tres, en siete, en once… Un líquido amargo comienza a circular por tus venas, es el óxido de un pensamiento al que no has querido prestar atención, pero que cada vez cobra más fuerza; Marta te ha engañado. Su frase de despedida y su sonrisa amable solo era una fachada, la auténtica verdad se escondía por detrás del escenario, tú la viste, pero no quisiste hacerle caso: las manchas en el iris. Esas simas tan profundas son los poros por donde la oscuridad del alma respira, tenias ante tus ojos una ventana directa al interior de Marta, pero no supiste mirar a través de ella. El puzzle del destino que creías resuelto aún sigue incompleto, le falta una pieza minúscula que pasaste por alto. 

Empiezas a comprender que esa llamada jamás va a llegar a tu teléfono, ahora vives en el silencio, pero hay demasiada luz en la habitación, todo lo que te rodea desprende luz y eso te hace daño. Miras por la ventana y ves el destello en el cuerpo de otros, algo que tú has perdido y su ausencia te duele como la alud que arrasa la ladera de la montaña, el huracán que convierte en escombros una ciudad o como la injusticia eterna entre los que poseen y los que nunca podrán poseer. Al mirar por la ventana y ver la luz de los otros comprendes el significado de esa pieza minúscula que te falta para completar tu puzzle. Descubres que la forma de esa pieza y su ausencia vienen a significar lo mismo: 

El vacío.


*   *   *

El cielo es un desierto yermo y frío, ya no quedan estrellas, ni sueños colgando de su piel, está vacío. Observas cómo la puesta de sol deja paso a una noche apagada, un paraíso de oscuridad y silencio. Mientras las llamas del sol se extinguen al rozar el horizonte, los colores ocres desaparecen y el tono más cálido que llegas a encontrar es un rosa pálido que acaricia el contorno de la estrella madre. El paisaje que se abre ante ti es aterrador, pero hermoso al mismo tiempo. 

Escuchas el ruido seco de las ruedas de la camilla al golpear la mandíbula de la ambulancia, los técnicos intentan meterla en el estómago del vehículo. Les cuesta, la gravedad del cuerpo se les resiste, una última rebeldía antes de entrar en los dominios de la morgue. Incluso a profesionales tan experimentados y diligentes como ellos dos les debe pesar ser el servicio de limpieza de Ella. Les debe pesar saber que un día las tornas se volverán y serán ellos los que estén sobre esa camilla y otros los que la empujen, porque Ella no hace favores ni siente predilección por nadie. Durante el forcejeo por subir la camilla, una mano del cuerpo sobresale, se escurre entre la tela rugosa y el cojín frío. Es una mano verde, mal oliente, blanda, pero incluso su fealdad oculta una imagen hermosa: alrededor de la muñeca cuelga un ángel plateado que desprende un brillo iridiscente al entrar en contacto con los últimos rallos de sol. Tú observas el cuerpo, el ángel y la camilla con la tranquilidad que una siente al estar sumergida en un sueño. 

La ambulancia se marcha con las sirenas apagadas, en silencio y tú desapareces al tiempo que el sol se oculta, al tiempo que la noche oscura ocupa su lugar, pero no tienes miedo, ni frío, solo eres capaz de escuchar  la paz y el descanso que trae consigo el silencio de una noche oscura.   

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