Alma de viajero




Me encanta viajar, es mi palabra favorita, una canción escondida bajo el disfraz de un verbo, un poema que habla directo al corazón. Es la excitación de descubrir nuevos lugares, nuevas gastronomías, nuevas emociones y, al mismo tiempo, es la mejor forma de conocerse a una misma, de dejar salir ese yo que mantenemos enjaulado en nuestra rutina diaria. Desde pequeña siempre he querido viajar, pero nunca he podido ir más allá de la verja que separa mi hogar del resto del mundo, a no ser que haya sido para hacer la ruta habitual: de casa al hospital y del hospital a casa. Me siento aislada de todo, como el náufrago que acaba atrapado en una isla, solo que el mar que me separa del mundo no está hecho de hidrógeno y oxígeno, sino de cristal. Mi esqueleto es de porcelana fina, una caricia demasiado fuerte podría agrietarlo, y el mínimo golpe lo haría pedazos.

Cuando viajo de casa al hospital voy en taxi, a pesar de las recomendaciones de los médicos: ellos querrían que hiciese el trayecto en ambulancia. Sería lo más prudente, me dicen constantemente, pero yo siempre me niego con una sonrisa. Detesto las ambulancias. Cuando viajas en una, lo haces en la parte trasera: un pequeño zulo sin ventanas, iluminado con una luz fría y lleno de máquinas que no dejan de pitar. Prefiero mil veces viajar en taxi, no será tan seguro, pero es mucho más divertido. El ronroneo del motor se convierte en el silbido de la turbina que alcanza la velocidad de despegue. La ventanilla del lado del conductor se transforma en los ojos del avión y a través de ellos puedo ver el mundo: Groenlandia, Tokio, Katmandú, deseo verlo todo. A veces vuelo demasiado alto y las nubes me rodean, atrapando mis alas en sus cuerpos blandos, un mar de espuma congelado en el tiempo. Cuando estás atrapada en las nubes lo único que puedes hacer es navegar hasta encontrar la salida. Hay que tener mucho cuidado de no hundirse, sus tripas están llenas de las lágrimas de todos los que allí naufragaron. Siempre he oído decir que las nubes no tienen forma, lo que vemos en ellas son espejismos que atraen nuestra mirada como el canto de una sirena. Las nubes son las sirenas del cielo. Al mirarlas siempre veo la misma forma: la cara de la abuela.

La abuela odiaba volar. Es antinatural, decía ella, si el ser humano ha nacido con los pies en la tierra es por una buena razón. Volar es de idiotas. La abuela nunca salió de la península y apenas viajó fuera de la ciudad en la que ella, y muy posteriormente yo, naciera, Madrid. La abuela siempre hablaba con orgullo de su ciudad, la quería tanto o más que a su propia hija. Cuando yo era pequeña y estaba postrada en una silla de ruedas, ella me contaba las historias de sus calles: algunas eran crueles, llenas de sangre y odio y otras hermosas, cargadas de belleza y esperanza. Fueron sus palabras las que me dieron alas para viajar, por ello le hice la promesa de que la primera ciudad que visitaría sería Madrid, el orgullo de la abuela.     

Deseo diseccionar la ciudad en la que nací y en la que vivo: quiero ver sus entrañas, pasear por sus arterias, respirar el aire de sus pulmones y llegar hasta su mismísimo corazón. Deseo memorizar hasta el más mínimo detalle de su cuerpo. Llevo años pensado en la mejor forma de hacerlo: hay autobuses guiados y coches, el mítico seiscientos que tantos recuerdos le traía a la abuela, que te llevan a los lugares más emblemáticos de la ciudad. Para un turista que solo quiere hacerse fotos con estatuas y edificios bonitos es una forma cómoda y económica de hacerlo, pero no sirve de nada cuando lo que buscas es conocerla a fondo. La abuela siempre me dijo que si realmente deseaba descubrir la ciudad tendría que perderme en sus calles y pasear por sus barrios más recónditos. Ahí es donde reside su verdadera identidad. 

Un sueño imposible para mí.

Ultimamente vivo enganchada a Google Maps, es mi Stargate personal, gracias a él puedo ir a cualquier ciudad del mundo con solo escribir su nombre. Me encanta activar la vista a pie de calle para ver las entrañas de la ciudad: el clima, las personas que a viven allí, el ambiente de sus calles… toda su esencia comprimida en unas pocas fotografías. Al mirarlas imagino lo que una debe sentir al contemplar las imágenes de sus propios viajes: esa agradable melancolía de unos recuerdos envasados al vacío y ordenados en las páginas transparentes de un álbum. Abuela, desearía fabricar mis propios recuerdos, que mi imagen fuese la protagonista de esas fotografías y no el fantasma de algún desconocido. A veces me siento igual que Truman Burbank en el momento en el que descubre que toda su vida es un recuerdo ficticio. Ojalá pudiera escapar de esa prisión igual que él, subiendo las escaleras que llevan al cielo.      

Mi destino favorito en Google Maps no es otro que el orgullo de la abuela. He visitado Madrid un centenar de veces y el álbum dedicado a ella ocupa casi un terabyte: tengo tantas imágenes de ella que podría hacerle un retrato minucioso sin miedo a dejarme un solo detalle. Con un doble click despliego mi foto favorita, una en la que se la ve posando desde el aire. Me convierto en el cirujano que abre una ventana al cuerpo de su paciente: puedo ver cada uno de los huesos que le dan forma. Me gustaría tocarla, pero sería como tocar el sol, mi mano se consumiría con solo rozar su piel. 

Abuela, sé que te prometí que pasearía por Madrid, que la conocería y amaría igual que hiciste tú, pero no puedo. La cárcel que me retiene no posee barrotes, ni cerradura, es imposible escapar de ella. Mantener vivo un sueño roto es igual de peligroso que cortarte con un clavo oxidado: envenena la sangre. Cada pedazo que se desprende alimenta un poco más la desesperación. Llevo toda la tarde buscando tu cara en las nubes del cielo, daría lo que fuese por volver a escuchar tu voz, pero hoy hace un día soleado. 

Huele a humedad, el aire dentro de la habitación ha comenzado a condensarse. Primero se forma una leve capa translúcida de niebla que lo disuelve todo hasta hacerlo desaparecer. Lentamente esta empieza a retorcerse en líneas abstractas que se juntan y se dispersan, dando forma a la espuma que da sustento a las nubes. Su superficie está limpia, no veo nada en ella, pero sí siento el roce de unos labios que me hacen cosquillas en el oído. Su voz es suave y sus palabras tienen espinas, se quedan clavadas en mi cabeza: Si no puedes ir a Madrid, haz que ella venga a ti. 

Esa era su voz, ha tenido que ser ella, no hay otra explicación, pienso en voz alta mientras despejo la mesa del salón. Sus palabras palpitan en mi cerebro igual que una herida abierta. Sobre ella coloco las herramientas que voy a necesitar de forma precisa, igual que haría un cirujano. Por último, despliego las imágenes: necesito ver las radiografías de Madrid para entender cómo está construida, cómo funcionan cada uno de sus órganos. Comienzo por el kilómetro cero, el sol por el que los diferentes barrios van a describir sus órbitas. Avanzo como la lengua de una erupción solar: desde el mismísimo corazón de la estrella hasta sus extremidades más lejanas. Cada edificio debe de ser exacto: el mismo color, las mismas imperfecciones, la misma posición. Cada detalle importa, es igual que recrear los surcos de una huella dactilar: la más mínima inexactitud y estaría creando el dedo de otra persona. 

Al cabo de siete días, el clon en miniatura de Madrid cubre todo el salón: las calles, los coches, las personas, los árboles, todo cobra vida al verlo desde las alturas. Me siento como la diosa de la creación contemplado su obra: un universo paralelo construido a imagen y semejanza del nuestro, pero dueño de su propio destino. Un retrato perfecto, un Madrid en el interior de otro. Durante un instante, me pregunto si nosotros somos iguales: la creación de un ser que intentaba escapar de su propia prisión, imitando la belleza inalcanzable de su mundo. Por fin he hecho justicia a la promesa que le hice a la abuela hace tantos años. Me siento feliz, pero no completa: mi obra no ha acabado, aún queda espacio para viajar a unas cuantas ciudades más. 

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