Universo de letras

 





Todo en esta vida puede llenarse, no importa lo profundo que sea el pozo, si continúas arrojando agua tarde o temprano acabará por rebosar. El infinito es solo una ilusión, el silencio puede llenarse con los acordes de un piano, la oscuridad con el flash de una cámara y la soledad con las letras de un libro. Porque, ¿qué es un libro sino un universo de bolsillo? En sus páginas está transcrita la fórmula de la vida, sus palabras contienen lugares, personas, emociones, tiempo… Todos los ingredientes necesarios para llenar la fosa que he cavado en vida, una boca que solo llegará a saciarse cuando pruebe el sabor de mi carne, pero que de momento se conforma con un entremés bien cocinado: una historia que imite la vida, igual que hace un camaleón con los colores de su entorno para evitar ser devorado.

He visto cientos de universos, he estado en el espacio, en galaxias impronunciables. He estado en los lugares más recónditos de este planeta al que llamamos Tierra y he visitado su mismísimo centro. He visto lo imposible, pero también he disfrutado de placeres más sencillos: un amor no correspondido en Tokio, un paseo por el corazón de las selvas de América del Sur… A mis treinta y un años he vivido más vidas que el humano más anciano de este mundo, he hecho cosas que nadie creería jamás y todo por llenar un vacío insaciable, una herida que el tiempo no cura, una picadura infectada que ha terminado por pudrirse y todo por culpa de ese veneno que es la soledad. La falta de calidez en el corazón ha llevado a mi cuerpo a buscar un sustitutivo: hace un mes encontré un libro, uno que, como tantos otros, encierra un mundo entre sus páginas; personas que desean respirar libres, lugares que anhelan ser descubiertos, tesoros que solo quieren dormir bajo tierra… Pero además este libro tiene la peculiaridad de ser un ecosistema vivo en continua evolución. Cada noche al cerrar la cubierta, sus frases, sus palabras, sus letras se reorganizan, ocupan nuevas coordenadas dando un nuevo sentido al texto. Creando nueva vida.

El primer día fue la historia de un cofre oculto bajo la arena del desierto, al día siguiente fue la del delirio de una mujer que ansiaba recuperar al hijo que dio a luz en sueños, al siguiente la de una ciudad perdida que deseaba ser encontrada… Cada día leo las trescientas ochenta y un páginas que tiene este libro y anoto las particularidades de cada historia: la forma en la que están escritas sus frases, sus párrafos, sus diálogos… Cada historia es diferente a la del día anterior, pero todas ellas tienen similitudes, pequeños rasgos característicos que las hermanan. Todas ellas tienen el mismo número de personajes y las misma cantidad de diálogos, todas ellas, pese a desarrollar un argumento distinto, tienen debilidad por los finales agrios, esos que, aunque puedan ser catalogados como positivos, dejan un sabor amargo en el paladar. Pero si hay que señalar un rasgo que todas y cada una de las historias que aparecen en este libro comparten es su anonimato. En ninguna de ellas figura el nombre de el o la autora y esto alimenta el suspense en mi cabeza, hace más tangible esa voz que no para de repetir el mismo mensaje:

«¿De dónde vienen las historias?»


*   *   *    


Todos los viernes sigo la misma rutina, bajo a la lavandería que hay frente a mi casa con una moneda de dos euros para hacer la colada de toda la semana, incluso llevo un euro de más por si necesitara meter la ropa mojada en la secadora, pero eso nunca lo hago, no por falta de ganas, sino de tiempo. Aunque si soy sincera, en realidad no bajo a la lavandería por la necesidad de limpiar de sudor y manchas toda mi ropa, sino porque necesito escuchar ese rugido, esa melodía metálica que producen las máquinas al digerir la ropa en jabón y suavizante. El giro de sus estómagos que revuelve la tela en una espiral de colores y espuma, me ayuda a pensar con claridad, rellena esos huecos que, de forma natural, estarían llenos de silencio. La vida tiene mucho que ver con el tambor de una lavadora: dentro de la rueda todo da vueltas, todo se confunde, arriba es abajo y abajo no existe. De nuestro cuerpo, igual que si de una mancha cualquiera se tratase, se desprenden pedazos de tiempo que, poco a poco, se convierten en una estela blanca sobre el agua, una estela de recuerdos, de oportunidades perdidas, de personas que ya no están aquí. De la misma forma que el agua del tambor se llena de espuma, nuestra vida se llena de pasado, porque, al final del día, el pasado es lo único que nos queda. El pasado es todo lo que somos.

En la lavandería puedo relajarme, saco mi termo de café y hago tarde allí sentada hasta la hora del cierre, allí sentada puedo leer en paz. La historia de hoy habla de una voz sin cara, sin ojos, sin manos que vuela arrastrada por el viento, intentando encontrar el cuerpo que la merezca y, al igual que todas las demás historias de este libro, es anónima. Apunto en mi libreta todas las particularidades de su anatomía, esta tiene un estilo más poético e imaginativo que las anteriores. Al tocar sus palabras las siento frías, son una fina capa de hielo que, al resquebrajarse a lo largo de las páginas, se desgranan en pequeños fragmentos, en pequeñas islas de hielo cargadas de sentimiento. ¿Cómo alguien puede destilar una emoción tan pura hasta convertirla en simples palabras? La única respuesta posible sería que ese alguien ha conseguido descifrar el lenguaje del alma. Ese susurro que todos oímos, una niebla eléctrica que se propaga por todo el cuerpo, pero que muy pocos son los que pueden entender su mensaje. Dominar esa lengua es equivalente a dominar las fuerzas de la naturaleza, una sola frase puede desatar una tormenta que arrase el corazón de una persona o puede sanar heridas a las que ninguna doctora o psicólogo podrá llegar jamás.

Continúo leyendo el texto, siento sus palabras arañando mis entrañas, escarban hasta lo más hondo de mi ser, pero no sé qué podrían encontrar allí de valor, ahí abajo no hay nada. Me doy cuenta de un detalle muy curioso y es que el orden importa: cada palabra, cada sílaba de este texto está hilvanada a conciencia, cualquier cambio en su composición haría colapsar su estructura. Una forma de vida tan frágil desprende una belleza que es difícil de medir, es algo que sientes, pero que no puedes explicar. Durante un segundo siento una gran tristeza, siento ganas de llorar al saber que mañana a estas horas estaré leyendo este mismo libro, pero la historia será otra: puede que sea mejor, diferente o insulsa, pero definitivamente no será la misma. No desencadenará en mí las mismas emociones que este texto y sus palabras no se me clavarán de la misma forma. El miedo a lo efímero es el miedo más antiguo de la humanidad, es el miedo a estar vivos y lo que ello implica. Pienso en mil maneras de mantener con vida esta historia, ya que no voy a poder colocarla en la estantería de mi apartamento para releerla cuando sienta la necesidad. Pienso en hacer fotografías de cada una de sus páginas, pienso en transcribir el texto hoja por hoja, palabra por palabra, pero el esfuerzo sería inútil. Puede que consiga salvar el texto, incluso quizás pueda salvar el regusto agradable que este dejó en mí, pero lo que jamás voy a poder conservar es ese primer contacto. La tormenta de sensaciones que desataron en mí sus páginas la primera vez que las leí. Esa es la gran maldición del lenguaje del alma, no perdura en el tiempo, puedes recordarlo, sí, pero no puedes volver a sentirlo. No como la primera vez.


*   *   *


¿De dónde vienen las historias?, me pregunto mientras abro la boca de la máquina, acaba de sonar la alarma que indica el fin del ciclo de aclarado. Saco la maraña de ropa de su estómago, las prendas han formado uniones inesperadas: nudos que atan sus cuerpos y las hermanan en una suerte de masa primigenia de tela, textura y color. Mientras corto las uniones y devuelvo la identidad a cada una de las prendas, pienso en el germen de las historias, en su semilla, en su nacimiento. Pienso que quizás todas ellas procedan de un mismo organismo, quizás todas las historias que existen y existirán son los fragmentos de un único continente, un reino intangible lleno de sueños. 

Hace tiempo leí en un libro algo que me pareció tan verídico, como la fe que algunas personas procesan hacia ese otro mundo que existe muy lejos del nuestro. Sus páginas hablaban de una biblioteca, pero no una corriente como la que tú y yo podríamos tener, no, esta se alojaba en un palacio de arena y en ella se refugiaban todas las historias que pudieron ser, pero que jamás fueron. La biblioteca de los libros nunca escritos, se llamaba. En sus baldas se almacenaban todas las historias que se gestaron en sueños ajenos, pero que por un motivo u otro quedaron huérfanas en el olvido, murieron antes de poder nacer. Sin embargo, sus espíritus no desaparecieron consumidos por esa misma sustancia que las engendró, estos fueron recogidos por redes hechas de arena y su esencia fue transcrita en la forma de tinta y letras. Todas ellas quedaron por siempre impresas en la biblioteca del castillo de arena. Historias sin nombre, sin padre ni madre, ellas son las voces anónimas que dan vida a los sueños. Quizás esta sea la única explicación válida para las historias que aparecen en este libro, la razón por la que ninguna tiene nombre ni autora, la razón por la que se transforman día tras día. Cabe la posibilidad de que este libro no sea un libro, sino un portal a ese castillo de arena, la llave que permite el paso a la biblioteca donde descansan esos libros que, por fortuna o por desgracia, nunca vieron la luz del sol.

La ropa aún está húmeda, algunas prendas escupen gotas de agua, es su llanto de protesta por haberles cortado el cordón que las unía a sus hermanas. Es el mismo dolor que sufre un recién nacido cuando el doctor secciona esa última conexión con el útero de su madre. Todavía me sobra una moneda, podría meter toda la ropa en la secadora, podría seleccionar un programa corto, pero para qué, de un modo u otro acabará secándose y, además, se me ha acabado el tiempo, la lectura de hoy ha llegado a su fin. A medida que el sol se arropa con sábanas hechas de montañas, bosques y caminos, las letras del libro pierden su forma: la tinta se desvanece de su cuerpo y se convierte en granos tiernos de arena blanca que se desprenden del papel y caen al suelo. Toda la historia queda reducida a un diminuto montón de arena. Me pregunto si alguna vez se repetirán las historias, si antes de que mi cuerpo también se descomponga en granos diminutos y mi alma desaparezca como vapor de agua, podré releer alguna de estas historias. Siento una sensación extraña recorrerme la columna, en el momento en que recojo la cesta llena de ropa húmeda. Es una sensación fría e inabarcable como el vacío mismo del universo. Esta emoción puede transcribirse, igual que un mensaje cifrado en código morse, en sílabas, en letras, en un solo pensamiento: la voz de los sueños es infinita. Al cerrar la puerta de la lavandería, lejos de encontrar desasosiego en esa idea, sonrío, porque en ella hay esperanza. Infinito es el sueño e infinitas las historias que forman su cuerpo, por lo que la pregunta que debo hacerme es otra: ¿Cuántas de estas historias seré capaz de leer antes de que la inevitable me obligue a cerrar los ojos?

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